LA TRIPLE CAUSA DE LOS PECADOS

1) El deseo de la carne 

2) El deseo de los ojos 

3) El capricho de esta vida.

«No amen el mundo ni las cosas mundanas. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de esta vida. Todo esto no viene del Padre sino del mundo; pero el mundo pasa, y con él sus deseos. En cambio, el que cumple los deseos de Dios permanece eternamente» [1 Juan 2,15-17]

La causa de todo pecado es el deseo desordenado de sí mismo. O sea amarse a sí mismo más que a Dios. Uno busca el propio bien sea como sea. Y busca lo que le parece bueno para sí mismo. Así que buscando su propio bien, termina corriendo detrás de las cosas que le parecen buenas para realizar su propio bien.

Al deseo le llamamos también apetito. Por ejemplo, el apetito de comer, pero también el apetito de riquezas, el apetito de honores. A todas las cosas que podemos apetecer o desear, las llamamos bienes. A la atracción que producen los bienes sobre nosotros, la llamamos pasión. La palabra pasión, viene del verbo padecer. Las cosas que consideramos buenas, nos apasionan, nos atraen, las deseamos. Los bienes nos mueven, nos atraen sufrimos esa atracción. Nos mueven o conmueven aunque no lo queramos. Las pasiones en sí mismas son buenas. Pero cuando se desordenan se hacen malas y se convierten en vicios.

Los vicios son hábitos malos. El hábito es la facilidad para obrar que proviene de la repetición de actos. Cuando uno repite actos buenos, se crean hábitos buenos que son las virtudes. Cuando uno repite actos malos, se crean hábitos malos, que se llaman vicios. Los hábitos actúan inconscientemente, y por eso a veces no nos damos cuenta de nuestros vicios más arraigados.

En la Sagrada Escritura y en lenguaje de la tradición católica, a los malos deseos, apetitos y pasiones, se les llama concupiscencias. San Ignacio de Loyola, en sus Ejercicios Espirituales los llama afecciones desordenadas. Es bueno aprender el lenguaje que usa nuestra tradición católica.

Hay varias clases de concupiscencias o malos deseos, como nos dice San Juan: 1)concupiscencia de la carne y 2) concupiscencia de los ojos. Estas dos concupiscencias dan lugar a 3) la «soberbia de esta vida». La soberbia de esta vida es la voluntad torcida de los que viven solamente para esta vida.  

Hay un deseo bueno, que llamamos natural. Es el deseo de los bienes que tocan a la conservación o sustentación de la naturaleza del hombre. 

De esos bienes naturales, algunos son necesarios para la conservación del individuo y de su cuerpo: el alimento, la bebida y otros semejantes, como el vestido y el abrigo. Otros de esos bienes naturales, son necesarios para la conservación de la especie humana, como los bienes sexuales, y los que tienen que ver con la generación y educación de la prole. Cuando el apetito de estos bienes, llamados bienes naturales, se desordena, se habla de «concupiscencia de la carne». Se le llama también intemperancia, o sea: falta de templanza, o de moderación en el uso de los bienes alimenticios o sexuales. Estos desórdenes, dan lugar respectivamente a los pecados de gula y de lujuria.

Hay otro deseo, que en la tradición se ha llamado: animal, en el sentido de anímico, o sea, deseo del alma.

Este deseo es el que se refiere a los bienes que percibimos a través de la imaginación. Es decir, bienes que no son reclamados directamente por los movimientos de la carne, (como ser el apetito de comer o el apetito sexual), sino que nos vienen a través de la imaginación: ser aprobados, queridos, estimados, considerados, tenidos en cuenta. A este tipo de bienes pertenece la buena fama, la gloria, el prestigio. A esta esfera de lo que apetece el alma, y no el cuerpo, pertenecen los bienes que hacen que uno sea «bien visto», «mirado» «admirado», «atractivo», «atrayente»: 

Lo que uno es:

  • las cualidades personales físicas, como la belleza, la silueta o el vestido;
  • las espirituales, el saber, la educación y la cultura, los títulos académicos, un oficio… 
  • el buen temperamento y carácter

* Lo que uno tiene 

– el dinero y todo lo que puede adquirirse con él

– la casa, el auto. 

Al desorden del deseo de estos bienes se le llama concupiscencia de los ojos: deseo desordenado de ver y de ser visto y de los bienes que hacen aparentar y aparecer. Diríamos que son los bienes que nos muestra y nos hace desear desordenadamente la propaganda. 

La «concupiscencia de los ojos». se llama así porque: es el apetito de los ojos de la imaginación, con la que se ven estos bienes. 

* son bienes cuyo deseo se excita después de verlos o imaginarlos y no a partir de una necesidad de la naturaleza, como son los otros. Son bienes de orden social y de la convivencia y del «querer tener y/o ser vistos». A esta concupiscencia de los ojos corresponden los pecados capitales de vanidad, avaricia, envidia. 

Por fin, el desorden del apetito del bien supremo del hombre, es la llamada soberbia de esta vida. La soberbia es el apetito desordenado de la propia excelencia. Es el quererse a sí mismo más que a Dios y en lugar de Dios.

Nosotros le llamamos también capricho, por dos motivos: uno porque lo describe bien; y otro porque lo hace reconocible para muchos que se imaginan que la soberbia es algo tan espantoso y monstruoso que no puede ser algo común y frecuente, y menos que menos un mal del que uno pueda estar padeciendo: «¡¿soberbio YO?!» . Sin embargo, vemos que el capricho, es el primer defecto que asoma desde temprano en el niño. Al soberbio se le llama adecuadamente caprichoso, porque el soberbio está aferrado a su voluntad de tal manera que no quiere hacer la voluntad de Dios, sino que Dios venga a hacer la voluntad de él. No quiere servir a Dios, sino que Dios lo sirva a él. No quiere obedecer a Dios, sino que Dios lo obedezca. El soberbio, reza el Padre nuestro al revés: «glorificado sea mi nombre, venga mi reino, hágase mi voluntad». El soberbio es por lo tanto: egoísta, egocéntrico y ególatra.Y la soberbia es pecado capital. Porque de este desorden provienen todos los demás.

Cuando no se pueden realizar las concupiscencias o deseos desordenados, entonces se ponen de manifiesto dos pecados capitales más: ira y tristeza. Porque cuando el soberbio o el caprichoso ve contrariada su voluntad, se enoja o se entristece.

Y como el soberbio, que se pone a sí mismo como centro, entra en competencia y en rivalidad con Dios, el bien de Dios le parece un mal. Se entristece por el bien de Dios, o se entristece por no ser él Dios. Y eso es la envidia o acedia. Este es el pecado de Satanás o del Angel Rebelde. Y es el pecado de todos los que se enojan contra Dios, porque no les ha concedido algún deseo: soberbia y envidia. Capricho y rabieta.

Así quedan explicados los siete pecados capitales, a partir de las tres concupiscencias de que nos habla San Juan.

A las tres concupiscencias, San Juan opone, como remedio: 

* el amor a Dios, contra el desordenado amor de sí mismo; 

* la pobreza, austeridad o templanza contra la gula, la lujuria y toda clase de intemperancia;

* el desprecio del mundo contra la vanidad y la avaricia; 

* la humildad contra la soberbia.

De modo que a cada pecado capital se opone una virtud o varias. Vamos a tratar, después, de cada uno de esos pecados capitales y de sus virtudes opuestas.

Autor: Horacio Bojorge S.J.
Fuente: Mercaba.org