La cocina de los ángeles

El cuadro que ilustra esta página es una obra maestra de Murillo (1617-1682), en la que el gran pintor español retrata el milagro que ocurrió en la cocina de uno de los monasterios de la Orden de San Bruno.

Acababan los caritativos monjes de saciar el hambre de los pobres a expensas de sus últimas provisiones. La despensa estaba vacía, todo faltaba en el monasterio, hasta el pan. Privación, por tanto, para todos. El superior había dado órdenes de alimentar a todo el que lo pidiera, sin importar lo que faltara a los religiosos. Esta era la regla.

Con el alma en paz, inclinándose ante la santa obediencia, lo dieron todo, dispuestos a sufrir las consecuencias de la merma. La afluencia de indigentes había sido grande y no era la primera vez que, después de que los pobres se habían retirado con pan y tocino en la alforja al hombro, los religiosos se quedaban en la penuria.

Consideremos las aves del cielo…

A la hora del almuerzo, sonó la campana del claustro de la antigua abadía. En los buenos días, aquel tono rutinario presagiaba pan fresco y una consistente sopa humeante sobre la mesa. En ese momento sonó, pero privada de la expectativa de deleites para el paladar. La regla monacal, sin embargo, era positiva: cuando sonaba la campana, todos debían acudir al refectorio. En la vida cotidiana de un monje, cada acción estaba marcada por el tañido de las horas, y seguir la voz del bronce era parte de la estricta observancia. Formado el cortejo, todos se dirigieron a las mesas, dispuestas bajo las altas bóvedas del austero salón donde se restauran los cuerpos de las actividades religiosas. En la galería que conduce al refectorio, ningún olor presagiaba el caldo caliente: mesas desnudas, fogones apagados, cestas de pan vacías. Resignados, los religiosos recordaban las palabras del Maestro:

“No estéis agobiados por vuestra vida pensando qué vais a comer, ni por vuestro cuerpo pensando con qué os vais a vestir. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo que el vestido? Mirad los pájaros del cielo: no siembran ni siegan, ni almacenan y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellos?” (Mt 6, 25-26).

Uno de los monjes, llamado Diego, posteriormente canonizado, siguió la procesión abstraído en oración. No pedía pan, pedía fidelidad en una circunstancia tan propicia al ejercicio desinteresado del amor de Dios. Pensamientos fervorosos lo transportaron en éxtasis, y gravitó elevándose del suelo. De esta manera, se sustrajo milagrosamente de las leyes naturales que rigen la condición humana en este mundo. Dios, que recompensa a los que se olvidan de sí mismos para abismarse en su amor, vino a darle el premio. A la vista de todos, los ángeles bajaron del cielo y se pusieron a cocinar aprisa, mientras san Diego rezaba con las manos juntas.

Dos ángeles deliberaban sobre el menú y algunos disponían los utensilios de cocina: calderos, peroles de cobre, tinajas de barro. Uno empuñaba un cántaro de arcilla para extraer agua de la fuente. Otro colocaba los platos. Un tercero, echando sal en una marmita, hervía la sopa, mientras que su ayudante angelical machacaba las especias en un pequeño mortero. Los querubines se encargaban de la selección de las legumbres en un canasto, y Aquel que había multiplicado panes y peces en el desierto, asistía a la escena inmutable. Su bondad es eterna, y los frailes se regocijaron: el almuerzo está listo. Según el historiador francés Alfred Nettement, de quien tomamos esta descripción, el superior entró con dos invitados, caballeros de la Orden de Calatrava. Sin la participación de los ángeles, ¿cómo podría recibir convenientemente a tan importantes invitados?

Al retratar el milagro, Murillo expresó la fe de su tiempo y puso a la consideración de todos esta realidad olvidada, si no negada: los ángeles están siempre al lado de los hombres, iluminando y gobernando a los que reclaman su ayuda. Casi nunca son visibles, sin embargo, habitualmente nos acompañan con su presencia sobrenatural. Con una profusión de detalles claroscuros, el cuadro sugiere el auxilio misterioso —pero cuán real— de los ángeles hacia aquellos a quienes protegen.

Fuente: Tesorosdelafe.com