Hoy, JORNADA por la SANTIFICACIÓN de los SACERDOTES: Carta y texto del cardenal Stella.

Os hago llegar una carta y un texto recibido del cardenal Stella, prefecto para la Congregación del Clero en Roma, donde se invita a orar por la santificación de los sacerdotes.

Ayuda a orar, reflexionar y a dar gracias por el ministerio de tantos hermanos cuyas vidas son un regalo de Dios para todos nosotros.

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CONGREGACIÓN PARA EL CLERO
Ciudad del Vaticano, 11 de marzo de 2020
Prot. N. 2020 1132

Excelencia/Eminencia Reverendísima:

El próximo 19 de junio se celebra la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, en la
cual tiene lugar, todos los años, la Jornada de Santificación de los Sacerdotes.
Como se sabe, es una ocasión propicia para promover un momento de reflexión y de
meditación sobre la vida sacerdotal y sobre el ministerio pastoral que los presbíteros
están llamados a realizar en las diversas situaciones.
A este respecto, esta Congregación ha querido subrayar algunos pasajes significativos
de la Carta que el Papa Francisco dirigió a los sacerdotes el pasado 4 de agosto, en el
160º aniversario de la muerte del Santo Cura de Ars; de los textos citados, que
contienen una gran referencia al “Corazón” de Cristo y del presbítero, el Dicasterio ha
seleccionado 5 palabras-clave, que podrían ofrecer unos apuntes para el compartir
fraterno entre los sacerdotes que, en esta Jornada, los Obispos deberían procurar
promover.
Con este propósito, esta Congregación sugeriría que, para la Jornada de Santificación,
se pueda programar un tiempo de oración y de encuentro fraterno, durante el cual los
Ordinarios podrán proponer una reflexión sobre los elementos preparados a partir de
la citada Carta del papa Francisco, según las necesidades del lugar y la oportunidad
pastoral.
Con el deseo de que esta ocasión pueda representar un momento importante de
espiritualidad y fraternidad sacerdotal, le saludo cordialmente en el Señor

Beniamino Card. Stella, Prefecto

+Joël Mercier, Arzob. tit. de Rota, Secretario
+Jorge Carlos Patrón Wong, Arzob-ob. emr. de Papantla
Secretario para los Seminarios
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Sacerdotes con el corazón de Cristo

Cinco breves sugerencias de reflexión desde el Magisterio del Papa Francisco

El 4 de agosto de 2019, en el 160º aniversario de la muerte del Santo Cura de
Ars, el Papa Francisco envió una carta dirigida a los sacerdotes, para darles las gracias
por su servicio generoso y animarlos a abrazar con amor su vocación (Papa Francisco,
Carta a los sacerdotes con ocasión del 160º aniversario de la muerte del Santo Cura de
Ars, 4 de agosto de 2019).

En este valioso escrito, el Santo Padre usa a menudo la palabra “corazón”, desde
la cual se puede emprender una reflexión y una meditación con ocasión de la Jornada de
Santificación del Clero, que se celebra cada año el día de la solemnidad del Sagrado
Corazón de Jesús.

Gratitud
«Gracias por buscar fortalecer los vínculos de fraternidad y amistad en el presbiterio y
con vuestro obispo, sosteniéndose mutuamente, cuidando al que está enfermo, buscando
al que se aísla, animando y aprendiendo la sabiduría del anciano, compartiendo los
bienes, sabiendo reír y llorar juntos, ¡cuán necesarios son estos espacios! E inclusive
siendo constantes y perseverantes cuando tuvieron que asumir alguna misión áspera o
impulsar a algún hermano a asumir sus responsabilidades; porque «eterna es su
misericordia».
Un corazón agradecido. Ser sacerdotes según el Corazón de Cristo significa revestirse
de Él, hasta tener sus mismos sentimientos. Entre otras muchas virtudes, el Corazón de
Jesús está abierto a la gratitud. Él da gracias al Padre por los prodigios que realiza
delante de los pequeños, escondiéndolos a quien, por el contrario, encerrado en la
presunción de la sabiduría humana, no es capaz de verlos (Cfr Mt 11,25). Por ello, la
gratitud es una cualidad específicamente cristiana y debe ser propia del modo de ser del
pastor; San Pablo, en efecto, nos exhorta así: “Estad siempre alegres, orad
incesantemente, dad gracias en todo” (1Ts 5,16). El término que traduce “dad gracias”
es “eucaristía”. El sacerdote es asimilado al Corazón de Cristo de un modo especial en
la celebración de la Eucaristía, que vincula al sacrificio de amor del Señor por su
pueblo. Al mismo tiempo, el Papa Francisco ha dado voz con frecuencia al sentimiento
de gratitud del Pueblo de Dios hacia los sacerdotes, por el generoso servicio y la
ofrenda de su existencia.

Misericordia
«Por los escalones de la misericordia podemos llegar hasta lo más bajo de nuestra
condición humana —fragilidad y pecados incluidos— y, en el mismo instante,
experimentar lo más alto de la perfección divina: «Sean misericordiosos como el Padre
es misericordioso». Y así ser «capaces de caldear el corazón de las personas, de
caminar con ellas en la noche, de saber dialogar e incluso descender a su noche y su
oscuridad sin perderse»
Un corazón misericordioso. Cuando Jesús atraviesa los pueblos y las ciudades, pasa
curando y haciendo el bien a todos aquellos que son prisioneros del mal (Cfr. Hch
10,38). Jesús no tiene miedo de contaminarse de la fragilidad humana sino que, por el
contrario, desciende a los abismos de la debilidad humana y del pecado, para revelar el
Corazón misericordioso del Padre que levanta de las caídas a cada uno de sus hijos y los
llama a la alegría del perdón. El nombre de Dios que Jesús revela es “misericordia”. En
la homilía de la Santa Misa para la clausura del Jubileo de la Misericordia, el Santo
Padre afirmó que “la verdadera puerta de la misericordia es el corazón de Cristo”.
El sacerdote, configurado con Cristo, es en primer lugar el ministro de la misericordia y
de la reconciliación. Llevando esculpida en el corazón la memoria de haber sido
guardado y llamado por el Señor no debido a los méritos personales, y haciendo cada
día la experiencia de ser tocado por la misericordia de Dios en todo lo que vive y
realiza, debe convertirse en signo acogedor del amor de Dios que quiere alcanzar a
todos, en cada situación de la vida, para sanarlos del mal. Necesitamos sacerdotes con
actitud misericordiosa, capaces de acoger, escuchar, acompañar a los hermanos, de
modo particular en el Sacramento de la Reconciliación.

Compasión
«Gracias por las veces en que, dejándose conmover en las entrañas, han acogido a los
caídos, curado sus heridas, dando calor a sus corazones, mostrando ternura y
compasión como el samaritano de la parábola (cf. Lc 10,25-37). Nada urge tanto como
esto: proximidad, cercanía, hacernos cercanos a la carne del hermano sufriente.
¡Cuánto bien hace el ejemplo de un sacerdote que se acerca y no le huye a las heridas
de sus hermanos! Reflejo del corazón del pastor que aprendió el gusto espiritual de
sentirse uno con su pueblo».
Un corazón compasivo. Los Evangelios nos narran a menudo que Jesús, frente a las
multitudes exhaustas y oprimidas, siente profunda compasión (cfr. Mt 9,36). En efecto,
él tiene “vísceras que tiemblan”, especialmente cuando encuentra el dolor y el
sufrimiento ocasionados por la enfermedad, por la marginación o por cualquier forma
de pobreza material y espiritual; como Buen Samaritano, lleno de compasión, Él se
detiene delante de la carne herida de los hermanos, la sana y la restablece,
convirtiéndose en manifestación viviente del amor de Dios Padre. A los sacerdotes,
ministros de Cristo, se les pide el mismo corazón compasivo, que se expresa en la
cercanía, en la participación real e integral en los sufrimientos y trabajos de la gente, en
la capacidad de relaciones que reavivan la esperanza, en el cuidado de las heridas del
Pueblo, especialmente a través de la mediación de la gracia sacramental.

Vigilancia
«Desilusionados con la realidad, con la Iglesia o con nosotros mismos, podemos vivir
la tentación de apegarnos a una tristeza dulzona, que los padres de Oriente llamaban
acedia…Tristeza que vuelve estéril todo intento de transformación y conversión
propagando resentimiento y animosidad… Hermanos, cuando esa tristeza
dulzona amenace con adueñarse de nuestra vida o de nuestra comunidad, sin
asustarnos ni preocuparnos, pero con determinación, pidamos y hagamos pedir al
Espíritu que «venga a despertarnos, a pegarnos un sacudón en nuestra modorra, a
liberarnos de la inercia. Desafiemos las costumbres, abramos bien los ojos, los oídos y
sobre todo el corazón, para dejarnos descolocar por lo que sucede a nuestro alrededor
y por el grito de la Palabra viva y eficaz del Resucitado».
Un corazón vigilante. En numerosas ocasiones Jesús ha destacado la importancia de la
vigilancia del corazón que, como siervos fieles, nos lleva a esperar con prontitud la
llegada del propietario de la viña; se trata de hacer espacio al don del Espíritu Santo
que, también en medio de las ocupaciones cotidianas y de las oscuridades del tiempo
presente, nos hace discernir la presencia del Señor, nos vuelve atentos a su Palabra, y
nos hace diligentes en la caridad de modo que no se apague el aceite en la lámpara de
nuestra vida y, como las vírgenes prudentes, vayamos al encuentro del Esposo que
viene. El corazón se mantiene vigilante, sin embargo, también a través de un combate
espiritual; Jesús mismo lo afronta en el desierto, venciendo las tentaciones del demonio
y, en el culmen de su vida, volviendo a llamar a sus discípulos, quienes, en Getsemaní,
se quedaron dormidos: “Velad y orad para no caer en tentación” (Mt 26,41). También el
sacerdote se topa a veces con lo que el Papa Francisco ha denominado “el cansancio de
la esperanza”, esa amargura interior que a menudo nace de la distancia entre las
expectativas personales y los frutos visibles del apostolado, o la aridez del corazón que
con frecuencia conduce a arrastrar las tareas pastorales y la propia oración hacia la
costumbre, la resignación e incluso hacia el abandono. Es necesario, al contrario,
dejarse siempre “despertar” por la Palabra del Señor y por el grito del Pueblo de Dios.

Ánimo
«Para mantener animado el corazón es necesario no descuidar estas dos vinculaciones
constitutivas de nuestra identidad: la primera, con Jesús. Cada vez que nos
desvinculamos de Jesús o descuidamos la relación con Él, poco a poco nuestra entrega
se va secando y nuestras lámparas se quedan sin el aceite capaz de iluminar la vida
(cf. Mt 25,1-13)… En este sentido, quisiera animarlos a no descuidar el
acompañamiento espiritual, teniendo a algún hermano con quien charlar, confrontar,
discutir y discernir en plena confianza y transparencia el propio camino…La otra
vinculación constitutiva: acrecienten y alimenten el vínculo con vuestro pueblo. No se
aíslen de su gente y de los presbiterios o comunidades. Menos aún se enclaustren en
grupos cerrados y elitistas. Esto, en el fondo, asfixia y envenena el alma. Un ministro
animado es un ministro siempre en salida.»
Un corazón animoso. Contemplando el Corazón de Jesús, podemos entender los dos
vínculos fundamentales a partir de los cuales Él vive la propia misión: el Padre Celeste
y el pueblo. Los Evangelios nos muestran cómo, en la jornada corriente de Jesús, se
alternan y se entrelazan en un sabio equilibrio el cuidado de la relación con Dios y la
solidaridad activa frente a los hermanos. La caridad de sus gestos no está nunca
separada del silencio y de la oración, y el cansancio de un ministerio que no se permite
siquiera el tiempo de comer no está jamás separado de la voluntad férrea de retirarse
aparte, en lugares solitarios, para cultivar el íntimo diálogo de amor con Dios Padre. De
igual modo, el sacerdote según el Corazón de Cristo es aquel que “habita” entre el Señor
a quien ha consagrado la vida y el pueblo al que ha sido llamado a servir; él podrá vivir
una fecunda caridad pastoral en la medida en que no se apague en Él la vida interior, la
oración personal y comunitaria y el dejarse guiar en el acompañamiento espiritual.
Las cinco palabras propuestas para la Jornada de Santificación del Clero,
extraídas de la Carta que el Papa Francisco ha dirigido a los sacerdotes el pasado agosto,
se refieren a un corazón sacerdotal realmente “consagrado” al corazón de Cristo, o sea,
arraigado en la relación personal con Él y por ello configurado con sus mismos
sentimientos.
Como se ha puesto de relieve en el ámbito psiquiátrico y psicoterapéutico
respecto a algunos problemas de índole moral y afectiva de la vida de los sacerdotes, la
vitalidad y el cuidado de esta relación espiritual con Dios, junto al desarrollo de una
buena madurez humana y de sanas relaciones interpersonales, constituyen el mejor
ambiente para la custodia del celibato sacerdotal y de la espiritualidad presbiteral.
Lo que, en cambio, representa un alto potencial de riesgo en la vida del
sacerdote es eso que ha sido denominado “déficit de intimidad”. Cada estado de vida,
para ser abarcado integralmente y protegido de incursiones amenazantes, debe cultivar
una particular “relación íntima” que vuelva a valorar las posibilidades del mismo así
como contenga sus peligros: para un sacerdote se trata de amistad personal y cotidiana
con el Señor.
La premisa humana, psicológica y espiritual para el buen resultado de una vida
sacerdotal es, por tanto, la relación íntima con Dios. El déficit de intimidad no es otra
cosa sino la aridez de la vida espiritual y, en consecuencia, el decaimiento de esa
amistad profunda, interior y vital con el Señor que constituye la base para la fecundidad
personal y pastoral. El sacerdote que ya no reza con fidelidad y descuida los elementos
que sostienen su relación de intimidad con el Señor acumula un “déficit” peligroso, que
puede generar sensación de vacío, percepción de frustración e insatisfacción, dificultad
en la gestión de la soledad, de las necesidades y de los afectos, hasta el riesgo de
exponerse a amistades y vínculos “externos” que, llegados a ese punto, podrían
ocasionar un desmoronamiento de un edificio humano-espiritual ya marcado por
diversas fisuras.
Para que el sacerdote sea configurado con el Corazón de Cristo es necesario que
el eje de su vida cotidiana y el fundamento de su estructura humana y espiritual estén
constituidos por el humus interior sostenido por la profunda amistad personal con el
Señor, a partir de la cual la gestión de la propia vida, el celibato y la misión apostólica
pueden ser psicológicamente habitables y espiritualmente fecundos.