Políticamente incorrecto

MORTIFICACIONES MATRIMONIALES: 

No hay nada más políticamente incorrecto que los santos. Ojalá leyéramos más sobre ellos, porque sus acciones y sus palabras son uno de los pocos remedios eficaces para las tonterías y desesperanzas que nos tragamos sin darnos cuenta por contacto con el mundo.

Esta mañana, por ejemplo, he leído una frase de San Francisco de Sales que me ha hecho reír: “el matrimonio es un perpetuo ejercicio de mortificación”. Como dicen los anglosajones, la frase is funny because it’s true, es divertida porque es cierta, aunque a oídos modernos suene profundamente escandalosa. En especial si tenemos en cuenta que no es una frase de uno de esos santos ascetas del desierto, cuya vocación era la soledad y la renuncia completa al mundo, sino del santo afable y moderado por excelencia, San Francisco de Sales.

Nuestra época tiene una visión del matrimonio a la vez ridículamente ingenua y terriblemente desesperanzada. Por un lado, el hombre y la mujer modernos lo imaginan como algo idílico, lleno de “amoooor” (hay que decirlo así, alargando la palabra y entornando los ojos), un amor pasteloso y puramente sentimental; por otro, a la menor dificultad, tiran ese matrimonio por la ventana en sus prisas por huir del sufrimiento y “rehacer su vida” en defensa del “derecho a ser felices”. Ambas cosas están conectadas y, juntas, resultan letales, porque la realidad cotidiana no tarda en desmentir la imagen color de rosa y el miedo al sufrimiento lleva inevitablemente a huir de esa realidad, en busca de otro amor que se ajuste a unas expectativas imposibles.

No es extraño que suceda esto. A fin de cuentas, el matrimonio solo se puede entender de verdad si se conoce el amor cristiano, que no es cualquier amor, es un amor crucificado, a imagen del amor que el mismo Hijo de Dios ha tenido por nosotros. Por eso en la Iglesia se anuncia a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles y las dos cosas para el mundo moderno. Nuestros contemporáneos han apostatado y ya no soportan la cruz, sin saber que, al huir de la cruz, están huyendo del verdadero amor.

Hay que tener en cuenta que la frase de San Francisco de Sales forma parte de una carta dirigida por el obispo a “una señora doncella”, es decir, soltera, que le había pedido consejo con respecto al matrimonio y en la que él le aconsejaba que se casase. Es decir, no es una advertencia contra el matrimonio, sino más bien lo contrario: una ayuda para entender bien lo que es el matrimonio y poder cumplir la vocación matrimonial. Hoy tantos matrimonios de católicos son tan blanditos y se rompen tan fácilmente porque nadie les dice estas cosas. Nadie les advierte de lo que realmente es el matrimonio, de modo que van a casarse como los paganos, sin tener ni idea de qué es lo que están haciendo ni de qué conlleva esa vocación que han recibido.

El matrimonio, ciertamente, no es solo mortificación, pero también es mortificación porque es dar la vida, morir a uno mismo. El verdadero amor no es un sentimiento, que viene y se va sin que podamos hacer nada para evitarlo, sino una acción libre de entregar la propia vida por otro. Eso es lo que sostiene el matrimonio, una doble entrega: primero la entrega de la vida de Cristo por su Iglesia y, con su gracia, la entrega de la vida de cada esposo por el otro y por los hijos. San Ignacio de Antioquía, cuando era llevado a Roma para que lo devoraran los leones, dijo “ahora empiezo a ser cristiano”. Del mismo modo, cada vez que uno es capaz de morir a sí mismo, puede decir “ahora empiezo a ser esposo”.

Quizá sea necesario hoy usar esa palabra tan escandalosa de mortificación, porque “dar la vida” puede incluso sonar bien, pero morir no le gusta a nadie. Morir es renunciar a los propios planes, gustos y deseos, es buscar el bien de la esposa o del esposo y de los hijos antes que el propio, es servir y no ser servidos, es humillarse y abajarse, es aceptar al otro como es y no como nos gustaría que fuera, es gastarnos y desgastarnos por el bien de la propia familia. Morir es, en definitiva, abrazar la cruz en vez de huir de ella.

Entonces, cuando abrazamos la cruz con la gracia de Dios, asombrosamente, esa cruz se hace gloriosa, unida a la Cruz de Cristo. Sigue doliendo, pero ya no tiene poder para matar. Al contrario, se hace fuente de vida eterna, de santidad y del auténtico amor al que estábamos llamados. Bendita cruz, porque, sin ella, nunca habríamos aprendido a amar a la esposa o al esposos y a los hijos como Dios quería que los amáramos, no habríamos cumplido nuestra vocación de esposos ni habríamos visto en nuestra propia vida los milagros de Dios. Solo en la cruz empezamos a ser esposos. Como dice el P. Iraburu en una magnífica serie de artículos, la ausencia de la cruz es la causa de todos los males.

El matrimonio con sus alegrías y mortificaciones solo se comprende si recordamos que es una gracia que no nos merecemos. Solo Dios da esa gracia y, sin ella, el matrimonio para toda la vida no tiene sentido, dar la vida por otros es absurdo y la cruz es una maldición. Sin la gracia de Dios solo nos queda una serie de huidas desesperadas y sucesivas, en busca de una felicidad imaginaria que nunca encontraremos.

En cambio, con la gracia de lo alto y agarrados a la cruz, podemos descubrir, como los Israelitas, que Dios hace milagros en nuestra historia, nos da pan en el desierto, saca agua de la roca, abre el mar ante nosotros y nos lleva a una tierra que mana leche y miel. Como decía San Francisco de Sales en la misma carta, “el dulce Jesús sea siempre vuestro azúcar y vuestra miel, que haga suave vuestra vocación”.

Fuente: infocatolica.com